GUITARRISTA
MELANCÓLICO...
Te
vi. Te reconocí. Tu rostro parecía borrarse entre la bruma de
piernas. Pero estabas allí. Sólo entre la multitud. Tú y tu
guitarra. Dos o tres notas escapaban como palomas asustadas. Sentado
sobre la misma tristeza, a su vez posada en la mustia flor de la
indiferencia. Tocando para oídos ausentes, para el bufido torpe de
los autobuses, para aquella ropa que danza sola con su olor a
limpieza. Quizá, de fondo, coloreabas el pensamiento de un joven que
pasaba. Quizá. Pero tus ojos cerrados no parecían sentir nada; o
acaso miraban las voces de adentro. Las verdaderas. Las que no
sonaban a monedas restallando en el asfalto. Las que tenían alma.
Recordé
tu antigua elegante mirada, tus dedos largos acariciando el alba de
tu guitarra. Esa música que me visitaba en sueños; esa música que
removía las frondas con su sabor a gloria, y entretejía nidos y
promesas en mi mente infantil.
Eras
tan melancólico como un sauce, tan firme y digno como un ciprés. Y
ella, la amada, la de madera sonrosada; ella, nacía y renacía una y
otra vez entre tus dedos. Mientras tocabas eras denso y sabio. Lo
sabías. Las horas, mariposas de fuego, seguían tu ritmo. No había
nubes o cieno. Tan sólo claridades para regalar.
No
sé qué mal hado te arrojó de allí. De tu mundo de calma. Y por
qué ahora esa calma te golpea con desidia. Dónde está tu vida.
Dónde tu soberana alegría. Acaso allá dentro está llorando. O
puede haber callado para siempre. Pero yo la oigo. A pesar de la
lenta muerte de tus dedos. La oigo. Resuena profunda como un río
subterráneo que llevara amaneceres reflejados. Y a través de tus
ojos cerrados, ahora, te veo, deslizándote por tu agua de cuerdas
vibrantes y aterciopeladas. Cayendo hacia esa plenitud que fuiste,
que eres. Abismándote hacia tus ondas musicales, puras, salvadoras...
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